La parábola de la oveja extraviada debiera ser atesorada como lema en toda familia. El divino Pastor deja las noventa y nueve, y sale al desierto en busca de la perdida. Hay matorrales, pantanos y grietas peligrosas en las rocas, y el Pastor sabe que si la oveja está en alguno de esos lugares, una mano amistosa debe ayudarle a salir. Mientras oye su balido lejano, hace frente a cualquier dificultad para salvar a su oveja perdida. Cuando la descubre, no la abruma con reproches. Se alegra de encontrarla viva. Con mano firme, aunque suave, aparta las espinas, o la saca del barro; la alza tiernamente sobre sus hombros, y la lleva de vuelta al aprisco. El Redentor puro y sin pecado, lleva al ser pecaminoso e inmundo.
El que expía los pecados lleva la oveja contaminada; pero es tan preciosa su carga que se regocija, cantando: “Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido”. Lucas 15:6. Considere cada uno de vosotros que su propia persona ha sido llevada sobre los hombros de Cristo. No albergue nadie un espíritu dominador, de justicia propia y criticón; porque ni una sola oveja habría entrado en el aprisco si el Pastor no hubiera emprendido la penosa búsqueda en el desierto. El hecho de que una oveja se había perdido bastaba para despertar la simpatía del Pastor, y hacerle emprender su búsqueda.
TESTIMONIOS PARA LA IGLESIA, TOMO 6, p.129.
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