Los siervos de Cristo no habían de preparar discurso alguno para pronunciarlo cuando fuesen llevados a juicio. Debían hacer su preparación día tras día al atesorar las preciosas verdades de la Palabra de Dios, y al fortalecer su fe por la oración. Cuando fuesen llevados a juicio, el Espíritu Santo les haría recordar las verdades que necesitasen.
Un esfuerzo diario y ferviente para conocer a Dios, y a Jesucristo a quien él envió, iba a impartir poder y eficiencia al alma. El conocimiento obtenido por el escrutinio diligente de las Escrituras iba a cruzar como rayo en la memoria al debido momento. Pero si algunos hubiesen descuidado el familiarizarse con las palabras de Cristo y nunca hubiesen probado el poder de su gracia en la dificultad, no podrían esperar que el Espíritu Santo les hiciese recordar sus palabras. Habían de servir a Dios diariamente con afecto indiviso, y luego confiar en él.
Tan acérrima sería la enemistad hacia el Evangelio, que aun los vínculos terrenales más tiernos serían pisoteados. Los discípulos de Cristo serían entregados a la muerte por los miembros de sus propias familias. “Y seréis aborrecidos de todos por mi nombre—añadió:—mas el que perseverare hasta el fin, éste será salvo.” (Marcos 13:3) Pero les ordenó no exponerse innecesariamente a la persecución. Con frecuencia, él mismo dejaba un campo de labor para otro, a fin de escapar a los que estaban buscando su vida. Cuando fué rechazado en Nazaret y sus propios conciudadanos trataron de matarlo, se fué a Capernaúm y allí la gente se asombró de su enseñanza; “porque su palabra era con potestad.” (Lucas 4:32) Asimismo sus siervos no debían desanimarse por la persecución, sino buscar un lugar donde pudiesen seguir trabajando por la salvación de las almas.
El siervo no es superior a su señor. El Príncipe del cielo fué llamado Belcebú, y de la misma manera sus discípulos serán calumniados. Pero cualquiera que sea el peligro, los que siguen a Cristo deben confesar sus principios. Deben despreciar el ocultamiento. No pueden dejar de darse a conocer hasta que estén seguros de que pueden confesar la verdad sin riesgo. Son puestos como centinelas, para advertir a los hombres de su peligro. La verdad recibida de Cristo debe ser impartida a todos, libre y abiertamente.
Desde el libro El Deseado de Todas las Gentes, p. 321-322 por Ellen G. White
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